Autor: Massimo Pigliucci
Libro: Cómo ser un Estoico
Con frecuencia se caricaturiza a los filósofos como distantes y siempre preocupados por mirarse el ombligo con cuestiones que no interesan a nadie más. O peor: es posible que solo sean un fraude intelectual, que pretenden reflexionar sobre pensamientos muy profundos cuando en realidad están vendiendo tonterías o trivialidades disfrazadas con un lenguaje incomprensible. Ya en 423 a.C. el gran dramaturgo griego Aristófanes se burló de Sócrates en Las nubes, presentándolo como un sofista (no era un elogio, ni entonces ni ahora), aunque parece ser que el sabio, que tenía en aquel momento cuarenta y cinco años, se lo tomó con humor: se cuenta que cuando unos extranjeros que estaban presenciando la obra preguntaron «¿Quién es este Sócrates?», se puso alegremente en pie para que la multitud del teatro pudiera identificarlo.
Quizá como una reacción ante este exceso intelectual, que podía ser real o percibido, las filosofías helenísticas (inmediatamente postsocráticas) tuvieron una tendencia a destacar su pragmatismo, y se puede afirmar que ninguna lo hizo tanto como el estoicismo. Hay pocas cosas más pragmáticas que aprender a gestionar la ira, la ansiedad y la soledad, tres de las grandes plagas de la vida moderna. Por supuesto, y no me cansaré de repetirlo, este no es un manual convencional de autoayuda que promete la panacea universal: vamos a analizar estos temas con calma, razonablemente y con expectativas realistas, como haría un estoico de verdad.
Esta es una actitud que, por supuesto, aprendí de nuestro amigo durante una de nuestras conversaciones, cuando me dijo: Ayer tenía una lámpara de hierro al lado de los dioses de mi hogar y al oír un ruido corrí hacia la ventana. Descubrí que se habían llevado la lámpara. Razoné conmigo mismo que el hombre que se la había llevado cedió ante algún sentimiento plausible. ¿A qué conclusión llegué? Mañana, me dije, encontraré una de cerámica. Perdí mi lámpara porque, en cuanto a vigilancia, el ladrón era un hombre más fuerte que yo. Pero consiguió su lámpara a cambio de un precio: por una lámpara se convirtió en ladrón, por una lámpara rompió su fe, por una lámpara se convirtió en un bruto.
Como es habitual, hay muchas cosas concentradas en lo que está diciendo Epicteto y me llevó una larga reflexión sobre sus palabras antes de comprender totalmente lo que quería decir. En primer lugar, destaquemos que no está consternado enfadado, sino que se centra en los hechos; más aún, llega inmediatamente a un par de conclusiones pragmáticas: que lo que había perdido se podía reemplazar con facilidad (mañana buscaré otra lámpara) y que, si quería evitar otro robo, quizá debía optar por un objeto más barato, pero igual de eficaz (una lámpara de cerámica en lugar de la de hierro), porque no vale la pena ganar a un ladrón en el juego de la vigilancia. Después se centra en el análisis del significado más profundo del incidente: Epicteto reconoce que el ladrón debe haber actuado cediendo a algún sentimiento plausible: debió considerar que lo que estaba haciendo valía el precio que debía pagar. Pero nuestro sabio no está de acuerdo con la decisión del ladrón, cuya conclusión considera altamente cuestionable: ha conseguido una lámpara de hierro, pero en la transacción ha perdido algo mucho más precioso: su integridad.
Tuve una desafortunada oportunidad para comprobar las enseñanzas de Epicteto mientras escribía este libro. Acababa de subir a un tren de la línea A del metro de Roma con mi pareja; íbamos de camino para encontrarnos con mi hermano y su esposa para pasar una velada agradable. Mientras subía al tren, sentí una resistencia inusualmente fuerte por parte de un tipo que estaba a mi lado, que me estaba empujando con fuerza a pesar del hecho de que había sitio suficiente para los dos en el vagón, que iba lleno, pero no abarrotado. Cuando finalmente me di cuenta —unos segundos más tarde— de lo que estaba pasando en realidad, ya era demasiado tarde: mientras el tipo inamovible me distraía, su amigo me quitaba la cartera del bolsillo delantero izquierdo de mis pantalones y bajaba rápidamente del tren justo antes de cerrarse las puertas. El ladrón me había batido en el juego de la vigilancia y lo felicito por su destreza. Mi primera impresión, como dirían los estoicos, fue de sorpresa y frustración porque me habían burlado. Pero mi mente regresó enseguida a Epicteto y me negué de manera categórica a asumir esta impresión. De acuerdo, había perdido la cartera, algo de dinero y unas tarjetas de crédito que tenía que bloquear. Oh, y el carnet de conducir, que tendría que reemplazar. Con las buenas tecnologías electrónicas modernas, ocuparme de todo esto solo me llevó apretar unas pocas teclas en mi teléfono inteligente (¡que seguía en el otro bolsillo delantero!) y unos días de espera. Pero el ladrón había perdido a cambio su integridad. Antes de practicar el estoicismo, una experiencia como esta probablemente me habría dejado enfadado y resentido para el resto de la velada, lo que no habría hecho ningún bien a nadie (esa respuesta no habría afectado al ladrón ni me habría devuelto la cartera). Por el contrario, solo me llevó unos pocos minutos procesar mentalmente lo que había ocurrido y cuando nos encontramos con mi hermano y su esposa, ya estaba todo bien en mi mente, que había vuelto a un estado más tranquilo, y pudimos disfrutar de una velada muy agradable en el cine.
Ni la historia de Epicteto sobre la lámpara ni mi incidente en el metro deberían interpretarse como que aconsejo una actitud fatalista o derrotista. Al contrario, ambas sugieren que demos un paso atrás y analicemos la situación de una manera
más racional, teniendo siempre en mente la dicotomía del control entre lo que está en nuestro poder o no. No está en nuestro poder hacer que los robos desaparezcan del mundo, pero está en nuestro poder librar una batalla de atención con los ladrones, si pensamos que valen la pena nuestros esfuerzos y nuestro tiempo. No está en nuestro poder cambiar la decisión del ladrón de que renunciar a su integridad por una lámpara o una cartera es un buen negocio, pero está en nuestro poder considerar la decisión contraria.
Se habrán dado cuenta de que reformular es importante en el estoicismo. Existen correspondencias en el cristianismo (odiar el pecado, no al pecador), y según la investigación psicológica moderna, reformular una situación es un componente esencial de la gestión de la ira y de las emociones. Aun así, me preguntaba si Epicteto no era un poco superficial en su actitud ante el robo y el crimen, así que se lo señalé. Debería haber visto venir la respuesta: «“¡Qué!”, dices. “¿No se debería matar a este ladrón y a este adúltero?” No, no digas eso, sino más bien “¿No debería destruir a este hombre que está en un error y engañado sobre los temas más importantes y cegado no solo en la visión que distingue el blanco y el negro, sino en el juicio que distingue el bien y el mal?”. Si lo dices así, reconocerás lo inhumanas que son tus palabras; es como decir “¿No debería matar a este ciego o a este sordo?”». En realidad, no había sugerido nada parecido a la pena de muerte, pero la cuestión estaba bien planteada: si comprendemos el antiguo concepto griego de amathia, sabemos que es mucho más útil pensar en quienes hacen cosas malas como personas equivocadas y por tanto dignas de piedad y ayuda si es posible, sin condenarlas como malvadas. Aunque no se practica demasiado, en especial en Estados Unidos, esta misma idea se encuentra en el trasfondo de algunas de las propuestas más progresistas y efectivas para reformar a los criminales, que se han implantado, por ejemplo, en varios países europeos.
Resulta bastante instructivo detenernos en el consejo de la Asociación Estadounidense de Psicología (en inglés, American Psychological Association, o APA) para personas que deben controlar la ira y la frustración, porque se parece mucho a las intuiciones iniciales de los estoicos, fortalecidas, por supuesto, con una cantidad significativa de descubrimientos empíricos sistemáticos. Para empezar, la APA aconseja practicar diversas técnicas de relajación. Estas incluyen respirar hondo (desde el diafragma, no desde el pecho), junto con un mantra sencillo y significativo. También puede imaginar —visualizando, por ejemplo, una situación tranquila o placentera— y practicar algún tipo de ejercicio no extenuante, como yoga de estiramiento. Aunque los estoicos no desarrollan el concepto del mantra, aconsejaban constantemente a sus seguidores que tuvieran a mano frases sencillas y concisas a las que pudieran recurrir en cuanto preveían un problema. De hecho, todo el Enquiridión, el resumen de Arriano de las Disertaciones de Epicteto, se puede considerar un manual de recordatorios rápidos de los puntos fundamentales para usar en función del momento. Y Séneca aconsejaba explícitamente respirar hondo y salir a dar un paseo alrededor de la manzana en cuanto se empezase a sentir el aumento incontrolable de la rabia, que consideraba un tipo de locura temporal. También decía, en las cartas a su amigo Lucilio, que es bueno realizar ejercicio con regularidad, incluso en la vejez, no solo porque el ejercicio sirve para mantener el cuerpo en buena forma, sino porque tiene un efecto calmante sobre la mente. He descubierto que todos estos consejos son muy efectivos: mi reacción inmediata favorita, siempre que siento que estoy empezando a perder el control, es excusarme, retirarme a un lugar tranquilo donde pueda respirar hondo durante un ratito (¡con un cuarto de baño es suficiente!) y repetir mentalmente mi mantra preferido: aguante y paciencia, que es una de las frases habituales de Epicteto.
Este consejo, una especie de equipo de primeros auxilios psicológico y mental, es útil para las crisis inmediatas, pero también se tienen que desplegar varias estrategias a largo plazo si se pretende controlar efectivamente la ira, según la APA. Un conjunto de estrategias implica la reestructuración cognitiva, de las que hemos visto un montón de ejemplos estoicos, entre ellos los que acabamos de analizar. La APA nos dice que cambiemos frases habituales como «¡Esto es terrible!» por algo que vaya más por este camino: «Preferiríano tener que enfrentarme a esto, pero lo conseguiré, y enfadarme no me va a ayudar en absoluto». Es más, la sugerencia se centra en transformar las exigencias en deseos, en reconocimiento de que el mundo no se va a inclinar ante todo lo que queramos. Esto se parece mucho a la idea estoica moderna, propuesta por Bill Irvine, de aprender a interiorizar las metas: yo deseo (no quiero o necesito) una promoción, así que voy a hacer todo lo posible para merecérmela. Que la consiga realmente o no, no está bajo mi control, porque depende de diversos factores externos a mi voluntad. Como nos recuerda el artículo de la APA sobre el control de la ira, que podría haber escrito fácilmente el propio Epicteto: «La lógica derrota a la ira, porque la ira, incluso cuando está justificada, se puede volver rápidamente irracional. Así que use la gélida lógica en usted mismo». A continuación, la APA aconseja que nos preocupemos de resolver el problema (en lugar de quejarnos), pero nos advierte contra una falacia muy habitual: debemos ser conscientes de que —en contra de la creencia cultural común— no es cierto que cada problema tenga una solución. Por eso debemos darnos un margen si no resolvemos todos los problemas, siempre que hayamos hecho todo lo que razonablemente se pueda hacer en las circunstancias concretas. La APA advierte que no nos centremos solo en encontrar una solución, sino en cómo gestionar toda la situación, incluida la posibilidad de no tener éxito en el empeño. De nuevo se trata de ecos de una sabiduría antigua.
Otra manera crucial de controlar la ira está clasificada por la APA como «mejorar la comunicación», específicamente mejorar la comunicación con las personas que nos enfadan. Resulta interesante que un componente muy importante de este consejo se base de nuevo en preceptos estoicos: deberíamos intentar de describir la situación que nos enoja de la manera más desapasionada y precisa posible, lo que Epicteto llama aceptar (o no aceptar) nuestras impresiones, como hice yo cuando me robaron la cartera. En lugar de reaccionar inmediatamente ante lo que está diciendo otra persona —lo que no es nunca una buena idea, porque al hacerlo solo conseguiremos calentar una situación ya caliente —, debemos calmarnos, reformular lo que la otra persona está diciendo, tomarnos tiempo para analizar las posibles razones subyacentes y, solo entonces, responder. Por ejemplo, podemos interpretar una petición de un compañero como una invasión indebida e irritante de nuestro espacio personal. Pero ¿es posible que la petición de nuestro compañero surja de su necesidad de más atención y cariño, una necesidad que se puede acomodar de alguna otra manera que no nos haga sentir como si hubiéramos entrado en prisión? La APA también aconseja el humor como un antídoto contra la ira, y hemos visto cómo lo utilizaban los antiguos estoicos como Epicteto (si tengo que morir ahora, entonces moriré ahora; pero si es más tarde, entonces ahora voy a cenar, porque es la hora de la cena) y por los modernos como Irvine (oh, ¿cree que el ensayo que escribí estaba esencialmente equivocado? ¡Eso es porque no ha leído todos los demás ensayos que he escrito!). No obstante, la APA también recomienda con razón que se utilice el humor de manera juiciosa: no debemos simplemente reírnos de nuestros problemas (o, peor, de otras personas) ni cruzar la delgada línea entre el humor y el sarcasmo. El sarcasmo, un tipo de respuesta agresiva y denigrante, rara vez es útil y desde luego no lo es en las situaciones que implican conflicto e ira. Pero ¿cómo explicamos la diferencia entre humor y sarcasmo? Esto lleva su práctica, así como el ejercicio de la virtud cardinal de la sabiduría, que se basa precisamente en aprender a navegar a través de las situaciones complejas en las que no tenemos una línea clara que separa al negro del blanco, como casi todo lo que ocurre en la vida real.
Otras sugerencias de los psicólogos profesionales incluyen el cambio de ambiente, por ejemplo, al separarse físicamente de la situación problemática; cambiar el momento de la interacción con otras personas si el instante presente no parece ser el mejor para resolver el problema, pero siempre teniendo la seguridad de fijar un momento alternativo para regresar a fin de enviar la señal de que no lo está evitando; practicar el retraimiento para no exponerse, si es factible, a la causa de angustia; y encontrar maneras alternativas para hacer lo necesario para reducir la posibilidad de conflicto al tiempo que permite alcanzar las metas. No encontramos todas estas sugerencias en los textos antiguos de los estoicos, pero todas ellas están en sincronía con la idea estoica fundamental de que para vivir una buena vida debemos aprender cómo funciona realmente el mundo (frente a cómo nos gustaría que funcionase), y de que también debemos aprender a razonar correctamente para enfrentarnos al mundo tal como es. Analizar y usar los descubrimientos adecuados de la psicología moderna para florecer en nuestra vida es, en consecuencia, lo más estoico que se puede hacer.
Epicteto también tenía que decirme algunas cosas interesantes sobre la ansiedad. Solía estar más ansioso antes que ahora, un cambio que atribuyo en gran medida a la experiencia (resulta que muchas cosas no son tan malas como uno imagina que son antes de que ocurran) y un poco a la madurez emocional que es casi inevitable con el paso de los años y el cambio del perfil hormonal de la persona. Pero Epicteto me ayuda a dar un salto adelante adicional. Recalcó, por ejemplo, que al igual que la ira no es habitualmente demasiado razonable, tampoco lo es la ansiedad, y de hecho ambos sentimientos pueden representar un obstáculo importante para nuestros proyectos y nuestra calidad de vida. ¿Por qué nos ponemos tan ansiosos por tantas cosas? «Cuando veo un hombre en estado de ansiedad, me digo: “¿Qué puede desear este hombre? Si no quería algo que no está en su poder, ¿cómo es posible que siga estando ansioso? Es por esta razón que alguien que canta con la lira no está ansioso cuando toca solo, pero cuando entra en el teatro, aunque tenga una buena voz y toque muy bien, no solo quiere tocar bien, sino ganarse un nombre, y eso está más allá de su control”.» Esta es otra versión de la idea cardinal de Epicteto de la dicotomía del control, pero la manera en que la expresa en este pasaje me sorprendió como una verdad obvia, y por ello aplicable a innumerables experiencias personales en las que mi reacción fue un fuerte «¡Bah! ¿Cómo es posible que no me diera cuenta de eso?». Cuando me pongo, por ejemplo, delante de un aula llena de estudiantes, no tengo ninguna razón para estar ansioso porque estoy bien preparado para explicar la materia. Soy un profesional, sé lo que estoy haciendo y tengo mucha experiencia en el tema, desde luego mucha más que cualquiera de mis estudiantes. Entonces, la ansiedad está provocada por el miedo subyacente a decepcionar a los alumnos, por no ser lo suficientemente claro, entretenido, útil, etc. Pero la única manera de evitar estas circunstancias es haciendo lo que ya he hecho: prepararme para alcanzar el máximo de mis capacidades. No se puede hacer nada más, así que no existe ninguna razón para una preocupación (adicional), mucho menos para estar ansioso por el resultado. Repito que este no es un consejo para ignorar o minimizar mi deber hacia mis alumnos. Se trata sencillamente de una evaluación razonable de la situación en la que me encuentro, con el objetivo de llegar a una distinción útil sobre las cosas por las que debo preocuparme o no. Más aún, si al final quedase «avergonzado» delante de mi clase, ¿qué es exactamente lo peor que podría ocurrir? ¿Que algunos jóvenes se riesen de mi error, fuera cual fuese? Cosas peores ocurren en el mar, como cantan los Monty Python. Quiero dejar claro que soy perfectamente consciente de que algunos trastornos mentales pueden provocar un tipo de ansiedad que la «gélida lógica», como sugiere la APA, no puede superar por sí misma. Pero se trata de trastornos, es decir, de situaciones patológicas, para las que la psicología y la psiquiatría moderna está empezando a proporcionar remedios —aunque sean imperfectos—, tanto en forma de terapias analíticas como farmacológicas. Como dijo mi colega Lou Marinoff en el prefacio a su best seller Más Platón y menos Prozac, estas terapias cumplen la tarea importante, pero insuficiente, de calmar la mente hasta el punto de que pueda volver a ser funcional. Pero por sí mismas no van a pensar por usted, y es la reevaluación de toda una serie de situaciones de la vida lo que promete proporcionar una senda hacia la eudaimonía.
Esta es la razón por la que resulta peculiar que la gente tienda a prestar atención —y preocuparse por ellas— exactamente al tipo de cosas equivocadas. Epicteto me lo explicó de esta manera: «Estamos ansiosos por nuestro trocito de cuerpo, por nuestro trocito de propiedad, por lo que va a pensar César, pero no estamos en absoluto ansiosos por todo lo que tenemos dentro. ¿Estoy ansioso por no concebir una idea falsa? No, porque eso depende de mí. ¿O por aceptar un impulso contrario a la naturaleza? No, por eso tampoco».
Aquí la cuestión es más filosófica que psicológica, por supuesto; Epicteto está hablando del curso a largo plazo de nuestra vida en lugar del problema inmediato al que debemos enfrentarnos. Pero, aun así, esta cuestión es fundamental. Una persona religiosa, para explicarlo de una manera ligeramente diferente, hablará en términos de cuidar el alma en lugar del cuerpo o nuestras posesiones, pero la idea es la misma: solemos adoptar las prioridades invertidas y nos preocupamos por cosas que en última instancia son menos importantes y desde luego están menos bajo nuestro control antes que de aquellas que deberían preocuparnos realmente y en las que deberíamos centrar nuestro tiempo y energía. Deje que César (o su jefe) piense lo que quiera, usted tiene que dedicarse a la tarea crucial de mejorar su carácter y mantener su integridad. Si es una buena persona, César (o su jefe) lo tendrá en consideración. Si no lo es, en última instancia la pérdida es suya, como para el ladrón que robó la lámpara de Epicteto y el que me birló la cartera.
Yo vivo en una gran ciudad, pero aun así paso la mayor parte del día solo, leyendo y escribiendo, en casa o en uno de mis dos despachos, que habitualmente están libres de colegas o alumnos. Paso así mi tiempo por decisión propia y se ajusta muy bien a mi personalidad. Pero no puedo evitar plantear a Epicteto el tema de la soledad, porque parece que es una de las grandes cuestiones que afectan a la sociedad moderna, no solo a la occidental ni únicamente en las grandes ciudades. En la actualidad no es difícil encontrar titulares que dicen: «La epidemia de soledad: estamos más conectados que nunca, pero ¿nos sentimos más solos?», «¿La vida moderna nos está convirtiendo en solitarios?», «La soledad de la sociedad americana», y otros muchos más.
Un artículo publicado por Colin Killeen en el Journal of Advanced Nursing ofrece un análisis interesante de la soledad desde una perspectiva moderna y científica. Para empezar, Killeen distingue la soledad [involuntaria] de otros conceptos similares y relacionados, pero aun así diferentes, como alienación (que puede ser el resultado, o en algunos casos la causa, de la depresión) y la soledad [voluntaria] (que en realidad tiene una connotación positiva y se ajusta más a mi propio comportamiento). Resulta interesante que el artículo presente una clasificación de lo que Killeen llama el «continuo alienación-conectividad» desde lo negativo a lo positivo —alienación <> soledad [involuntaria] <> aislamiento social <> aislamiento <> soledad [voluntaria] <> conectividad— con la perspectiva social que va de lo negativo en el extremo de la alienación a lo positivo en el lado de la conectividad. El autor superpone a este continuo lo que llama un «continúo elegido»: desde la no elección (alienación, soledad [involuntaria]) en un extremo a la elección total (soledad [voluntaria], conectividad) en el otro. Este continúo elegido pertenece, por supuesto, a las causas externas de la soledad [involuntaria], no a las actitudes internas, que se encuentran más dentro del dominio propiamente dicho del pensamiento estoico. Volveré sobre ello en un momento.
¿Cuáles son las causas de la soledad [involuntaria]? El artículo de Killeen proporciona un resumen muy útil en un diagrama para identificar una serie de causas relacionadas con nuestra situación y con nuestro carácter que conducen a esa soledad, incluido el pesar, la vulnerabilidad psicológica, una red social reducida, la depresión y cambios radicales de vida. Todo esto está acompañado por una serie de factores asociados, entre ellos la edad, el sexo y la salud. La conclusión, desde el punto de vista de Killeen, es que no existe ninguna «solución» al problema de la soledad [involuntaria] porque es extremadamente multifactorial y depende tanto de factores personales (psicológicos, situacionales) como estructurales (sociales). Entonces, ¿qué? Aquí está el comentario del autor, sorprendentemente sobrio pero de una honestidad refrescante: «[La soledad involuntaria] es una parte tan innata de la psique humana que no se puede resolver como un rompecabezas; solo se puede aliviar y conseguir que sea menos dolorosa. Esto solo se puede conseguir aumentando la conciencia de la humanidad sobre esta condición angustiante que todos debemos soportar en cierta medida, tiempo o forma, en algún momento de la vida, sin que haya nada de lo que avergonzarse por ello».
Estas palabras calaron en mí en parte porque me recordaron con fuerza el consejo de Epicteto sobre el mismo tema: «El estado de abandono es la condición de alguien que no recibe ayuda. Pero un hombre no está abandonado simplemente porque esté solo, de la misma manera que un hombre en una multitud no está acompañado. Según esta concepción, el término abandonado significa que un hombre no recibe ninguna ayuda, está expuesto a los que quieren hacerle daño. Pero, aun así, un hombre tiene que prepararse también para la soledad: debe ser capaz de ser suficiente para sí mismo y capaz de estar consigo mismo». Como dice Killeen: no existe ninguna razón para avergonzarse porque (cierto grado de) soledad [involuntaria] es una condición natural de la humanidad, y los estoicos rechazan por completo la idea de avergonzarse, en especial con respecto a las expectativas sociales, ya que no tenemos ninguna influencia sobre los juicios de las otras personas, solo sobre nuestro propio comportamiento. Cabe señalar que Killeen utiliza la palabra soportar, que es de lo que está hablando Epicteto.
Una distinción entre soledad y estar solo habría quedado perfectamente clara para los estoicos: esto último es una descripción factual, mientras que la primera es una valoración que imponemos sobre dicha descripción, y es este juicio, y no el hecho desnudo, lo que nos hace sentir rechazados e impotentes. No obstante, es muy importante resaltar que existe un mensaje positivo en las palabras de Epicteto, que puede parecer bastante severo a primera vista: la otra cara del aguante es la resiliencia, y la resiliencia es fortalecedora.
Tenemos poco o ningún control sobre las circunstancias externas que nos obligan a estar solos en algún momento de nuestra vida. Pero (salvo por condiciones patológicas, para las que es necesario buscar ayuda médica) es nuestra elección, nuestra actitud, lo que convierte la soledad [voluntaria] en soledad [involuntaria]. Es posible que estemos solos, pero no por ello debemos necesariamente sentirnos impotentes.
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