Vivir de Acuerdo con la Naturaleza

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diciembre 11, 2024

Autor: Massimo Pigliucci

Libro: Cómo ser un Estoico

 

¿Entonces resulta increíble nuestra afirmación

de que la naturaleza del hombre es civilizada,

cariñosa y digna de confianza?

EPICTETO, Disertaciones, IV.1

Los estoicos eran famosos en la Antigüedad por la invención de un montón de palabras nuevas para explicar su filosofía a los demás y también por apreciar las frases concisas y breves para recordar sus principios básicos siempre que se presentaba la ocasión. Uno de dichos lemas, expresado en algunas de sus formas en una época tan temprana como la de Zenón de Citio, es que debemos vivir nuestra vida «de acuerdo con la naturaleza».

¿Qué?, le pregunté burlón a Epicteto. ¿Resulta que de repente el estoicismo se ha convertido en una especie de newage al que le gusta abrazarse a los árboles? No, me aseguró con calma: «No es tarea sencilla satisfacer la promesa del hombre. Porque, ¿qué es el Hombre? Un animal racional, sometido a la muerte. Por eso preguntamos: ¿de qué nos distingue el elemento racional? De los animales salvajes. ¿Y de qué más? De las ovejas y otros animales parecidos.

Entonces ten en cuenta que no debes hacer nada parecido a un animal salvaje, porque destruyes al Hombre que hay en ti y fracasas en la satisfacción de su promesa». Que los seres humanos eran especiales en el mundo animal estaba perfectamente claro para los antiguos. Aristóteles, por ejemplo, como es bien sabido dijo que somos el animal racional, queriendo decir no que siempre nos comportemos de manera racional, porque incluso una observación casual demuestra que no es el caso, sino más bien que somos capaces de racionalidad. También creía que somos animales políticos, lo que no significa que nos ocupemos de campañas o discursos políticos (aunque desde luego también lo hacemos), sino que vivimos y, lo que es más importante, nos desarrollamos en una polis, una comunidad formada por otros seres humanos. Desde el punto de vista de Aristóteles de que somos por naturaleza tanto sociales como racionales, los estoicos derivaron la noción de que la vida humana consiste en la aplicación de la razón en la vida social. La diferencia entre Aristóteles y los estoicos puede parecer sutil, pero resulta crucial: Aristóteles creía que la contemplación es el propósito más elevado de la vida humana, porque nuestra función única en el mundo animal es nuestra capacidad de pensar. Como el lector puede imaginar, este propósito puede conducir a una existencia bastante aislada, así que los estoicos cambiaron el énfasis mucho más hacia lo social, argumentando en esencia que el propósito de la vida para los seres humanos es el uso de la razón para construir la mejor sociedad que humanamente es posible construir.

El problema en la actualidad es que la idea misma de una naturaleza humana se encuentra hasta cierto punto cuestionada. Tanto los científicos como los filósofos se sienten cada vez más incómodos con la idea y algunos la rechazan de plano como un vestigio de una visión del mundo provinciana. Sin embargo, yo creo que están seriamente equivocados al hacerlo.

Hasta mediados del siglo XIX, la gente en Occidente creía que los animales, incluidos los humanos, habían sido especialmente creados, uno a uno, por un Dios todopoderoso. Desde este punto de vista, no tenían demasiados problemas para aceptar lo que decía Aristóteles sobre el tema, reinterpretado a través del filtro de su religión particular: la humanidad es especial porque está creada a imagen de Dios y la ha creado con un propósito: llevar a cabo el plan de Dios para el universo al mismo tiempo que lo venera.

Entonces llegó Charles Darwin, quien en 1859 publicó El origen de las especies. Su colega Alfred Russel Wallace y él reunieron independientemente una gran cantidad de pruebas empíricas que cimentaban dos descubrimientos revolucionarios: el primero era que todas las especies de la Tierra están relacionadas con un ancestro común, como las personas en un árbol familiar, con hermanos y hermanas, primos, tíos y abuelos, remontándose hasta el origen de la vida; y el segundo era que la sorprendente variedad de formas de vida en la Tierra, tan exquisitamente adaptadas a sus diversas condiciones vitales, son el resultado de un proceso fundamental que llamaron «selección natural». Este proceso —que desde entonces ha sido estudiado y documentado tanto en la naturaleza como en el laboratorio— se ajusta a un algoritmo extraordinariamente sencillo. Para empezar, Darwin y Wallace señalaron que las poblaciones naturales de animales y plantas siempre reúnen un grado de variación en las características de los individuos que forman dichas poblaciones: algunos son más bajos, algunos más altos; algunos producen hojas más verdes, otros menos; algunos se caracterizan por un metabolismo rápido, otros por uno más lento; y así otras muchas facetas. En segundo lugar, con frecuencia se da el caso de que las distintas variantes de cualquier rasgo concreto son más o menos favorables en el entorno particular en el que vive el organismo. Así, por ejemplo, las hojas de una forma determinada son mejores para vivir en el desierto, donde hay mucha luz pero poca agua, mientras que hojas de una forma diferente están mejor adaptadas para vivir en el suelo de una selva tropical, donde el agua es abundante pero la luz es escasa. En otras palabras, estas características afectan a los dos aspectos realmente importantes —desde el punto de vista biológico— para cualquier ser vivo en el planeta: su supervivencia y, aún más importante, su capacidad para reproducirse. Finalmente, existe una correlación entre las características de los padres y de sus descendientes, porque algunos rasgos pasan de generación en generación. (Darwin no sabía cómo ocurría esto, aunque el principio básico había sido descubierto casi en la misma época por Gregor Mendel, cuyo trabajo no se valoró hasta 1900.)

Si combinamos estos tres elementos —variación más adaptación diferencial más herencia— podemos deducir que, de media, los individuos más aptos tienen más probabilidades de sobrevivir y de producir más descendientes, diseminando así estas características a través de la población, al menos hasta que el entorno cambie y empiece a favorecer otras características. En ese punto, el proceso —que llamamos «evolución mediante selección natural»— toma una dirección nueva y continua.

¿Qué tiene que ver todo esto con la naturaleza humana? La teoría darwiniana de la evolución descargó un golpe mortal contra cualquier teoría de la humanidad basada en características esenciales, como las que planteaban Aristóteles y los estoicos (y casi todos los demás en la Antigüedad). Epicteto tenía toda la razón cuando me dijo: «¿De qué nos distingue el elemento racional? De los animales salvajes. ¿Y de qué más? De las ovejas y otros animales parecidos». Las personas son muy diferentes de los «animales salvajes» y las ovejas. Pero ¿nos diferenciamos tanto de otros primates, en especial de los grandes simios? En realidad, no, según la biología moderna. Nuestro genoma, para tomar un elemento de medida, difiere entre un 4 y un 5 por ciento del genoma del chimpancé. Eso es un montón, desde el punto de vista evolutivo, pero apuesto algo a que Aristóteles se sorprendería de lo pequeño que es el porcentaje. Más aún, los biólogos han ido encontrando sistemáticamente que una larga lista de supuestos exclusivamente humanos en realidad no es solo humana en absoluto. No somos los únicos animales que vivimos en grupos sociales cooperativos, ni los únicos que usamos herramientas. Tampoco somos la única especie con capacidad de una comunicación compleja, ni siquiera los únicos que mostramos lo que podríamos llamar un comportamiento moral (que se puede encontrar entre los bonobos y otros primates).

Dicho esto, parece que somos los únicos animales que utilizamos un lenguaje con una gramática compleja, tenemos bebés que nacen con un cerebro muy grande y seguimos cuidándolos hasta mucho después de su nacimiento, y tenemos hemisferios cerebrales muy asimétricos que están especializados en funciones diferentes (entre ellas, una de las más importantes, el lenguaje en el izquierdo).

Contemplando esta lista (incompleta), el lector se dará cuenta de que la mayoría de las entradas son cuantitativas, no cualitativas. Nuestro cerebro es más largo y más asimétrico, nuestros bebés son más grandes y los cuidamos hasta mucho después de su nacimiento, etcétera. Es decir, se trata de diferencias de grado, no de tipo, entre nosotros y los demás animales. Otras entradas parece que son irrelevantes para lo que quieren resaltar Aristóteles y los estoicos: de acuerdo, no tenemos un hueso en el pene, pero eso difícilmente tiene algo que ver con nuestras facultades racionales, nuestra capacidad de filosofar o con nuestras virtudes. Quizá el rasgo distintivo más prometedor es el lenguaje, pero incluso en este aspecto la gente no está de acuerdo en qué consiste exactamente un lenguaje, como algo distinto de otras formas de señalar y comunicar.

Pero mi rechazo al escepticismo con base biológica sobre la naturaleza humana no depende de una búsqueda quijotesca de una esencia humana. Al contrario, se basa en asumir los descubrimientos de la biología moderna y tomarlos en serio. La investigación nos ha demostrado que la mayor parte o todas las características que separan a las diferentes especies de seres vivos, incluidos nosotros, son cuantitativas, extendiéndose a lo largo de un continuo multidimensional. Pero también ha demostrado con claridad que los miembros individuales de la misma especie de organismos complejos y multicelulares —en especial los vertebrados, de los cuales somos un ejemplo— están más estrechamente unidos en dicho continuo multidimensional de lo que están unidos a segmentos similares de especies diferentes (con excepciones, porque cualquier biólogo le dirá con rapidez que la única ley en la biología es que siempre se pueden encontrar excepciones). Esta es una manera divertida de decir que parecemos y actuamos como miembros de la especie Homo sapiens, y que no se necesita ser biólogo para diferenciarnos de nuestros parientes evolutivos más cercanos, los Pan troglodytes (los chimpancés). Esto es realmente todo lo que necesitamos saber para hablar con conocimiento de causa sobre la naturaleza humana: los seres humanos son lo suficientemente diferentes de las especies con las que están más estrechamente emparentados como para tener su propio conjunto multidimensional de características distintivas, y además una serie de dichos rasgos tienen que ver con nuestra increíblemente mejorada capacidad para la cooperación social, así como con nuestro gigantesco poder cerebral. Y precisamente en estos dos aspectos de la humanidad — sociabilidad y razón— insisten los estoicos como base de su pretensión del excepcionalísimo humano.

Hasta aquí la biología de la naturaleza humana. Pero recientemente la idea de la excepcionalidad humana tampoco ha tenido una buena acogida en algunos territorios de las humanidades, en especial en la filosofía. Las objeciones proceden de dos líneas de razonamiento que debemos examinar con brevedad antes de regresar a nuestro amigo Epicteto. Algunos filósofos plantean simplemente los mismos argumentos que acabamos de examinar, argumentando que Darwin asestó un golpe mortal a la idea del esencialismo. Otros filósofos toman el camino contrario, apoyándose no en la genética sino en la antropología cultural para concluir que la humanidad es tan flexible en su comportamiento y agrupa tal variabilidad incluso entre culturas humanas en el mismo espacio y tiempo que sencillamente no podemos hablar de manera significativa sobre el concepto unificado de naturaleza humana.

El último argumento es un poco extraño en dos aspectos. En primer lugar, si en realidad la cultura humana fuera tan variable, entonces esto mismo sería una característica única en el mundo animal y ayudaría —de manera algo paradójica — a distinguir a los humanos de las otras especies. En segundo lugar, y un poco más en serio, todos los seres humanos comparten unos pocos rasgos que no parece que varíen en las diferentes culturas: un indicio de que la plasticidad del comportamiento humano es, en realidad, limitada. Algunos de estos rasgos compartidos incluyen el uso de un calendario (es decir, contar deliberadamente el tiempo), el desarrollo de una cosmología (que explica cómo es el mundo y cómo se formó), la dedicación a la adivinación, el establecimiento de ritos funerarios, la adopción de reglas para la herencia de la propiedad, bromear, el desarrollo de costumbres relacionadas con la pubertad, tener un concepto del alma o algo que se le parezca, y la construcción de herramientas. (Subrayemos que esta lista se distingue de la lista de características que solo tienen los humanos; por ejemplo, otras especies también construyen herramientas de algún tipo.)

En definitiva, parece que ni las variaciones biológicas ni la diversidad cultural se pueden presentar razonablemente para rechazar lo que los antiguos creían que era obvio: somos una especie diferente de cualquier otra que haya producido el planeta Tierra a lo largo de los miles de millones de años de evolución, tanto para lo mejor (nuestros sorprendentes logros culturales y tecnológicos) como para lo peor (la destrucción medioambiental y el dolor y el sufrimiento que hemos impuesto a las otras especies y a la nuestra). En particular —y este es el punto crucial de interés para nosotros— lo que nos hace tan diferentes no es algo tan trivial como la ausencia de un hueso. Más bien lo son nuestras habilidades sociales y mentales: la misma habilidad que hace posible que yo pueda escribir el libro que está leyendo y que hace que usted tenga interés en leerlo.

Ahora nos encontramos en una disposición mucho mejor para valorar de manera más precisa la respuesta de Epicteto a las preguntas con las que empezamos este capítulo: «¿Qué es el Hombre? Un animal racional, sometido a la muerte. Por eso preguntamos: ¿de qué nos distingue el elemento racional? De los animales salvajes. ¿Y de qué más? De las ovejas y otros animales parecidos». Su explicación continúa: «Mira que no actúes como una oveja, o el hombre que hay en ti perecerá. ¿Preguntas cómo actuamos como ovejas? Cuando consultamos con el vientre o con nuestras pasiones, cuando nuestras acciones son aleatorias o sucias o desconsideradas, ¿no estamos cayendo en el estado de las ovejas? ¿Qué estamos destruyendo? La facultad de razonar. Cuando nuestras acciones son combativas, malvadas, airadas y rudas, ¿no estamos decayendo y convirtiéndonos en bestias salvajes?». Epicteto está afirmando que lo que distingue a la humanidad de las otras especies es nuestra capacidad de racionalidad y como consecuencia de ello plantea un precepto ético: no debemos comportarnos como bestias o como ovejas porque al hacerlo negamos nuestra humanidad, presumiblemente la cosa más preciosa (¡y natural!) que tenemos. Quizá usted pueda empezar a ver por qué «seguir a la naturaleza» no tiene nada que ver con abrazarse a los árboles.

Pero ahora tenemos otro problema, filosóficamente hablando. ¿Epicteto y sus seguidores estoicos están cometiendo una falacia lógica elemental que se conoce como «apelar a la naturaleza»? En otras palabras, ¿están argumentando que algo es bueno porque es natural, sin importarles que un buen número de cosas naturales son en realidad bastante malas para nosotros? (Me vienen a la cabeza las setas venenosas.) El problemático recurso a la naturaleza en el caso específico de la ética tiene una larga historia, que cristalizó en una de las grandes figuras de la Ilustración, el filósofo escocés David Hume. Él observó lo que creía que era un comportamiento peculiar:

                   En todo sistema de moralidad que he conocido hasta el momento, siempre he podido comprobar que el autor procede durante algún tiempo siguiendo la manera habitual de razonar, y establece la existencia de Dios, o realiza observaciones sobre los asuntos humanos; cuando de repente me sorprendo al descubrir que en lugar de la copulación habitual de proposiciones, ser y no ser, no me encuentro con ninguna proposición que no esté conectada con un debe ser o un no debe ser. Este cambio es imperceptible, pero aun así tiene las mayores consecuencias. Porque este debe ser o no debe ser expresa una relación o afirmación nueva, y debe necesariamente ser observada y explicada; y al mismo tiempo se debe dar una razón para lo que parece en última instancia inconcebible: cómo esta nueva relación puede ser una deducción a partir de otras que son completamente diferentes de ella.

Actualmente se trata de un pasaje clásico de la filosofía y el problema al que se refiere Hume se ha llamado acertadamente la cuestión del ser/deber ser. Algunas personas lo interpretan (aquellos que enfatizan «lo que parece en última instancia inconcebible: cómo esta nueva relación puede ser una deducción a partir de otras») como que el hueco entre ambos no se puede superar, mientras que otros más modestamente afirman que Hume solo está diciendo que si se quiere realizar un intento para superar este hueco, dicha acción necesita una justificación (como en «debe necesariamente ser observada y explicada; y al mismo tiempo se debe dar una razón»). Sin importar lo que Hume quiso decir realmente, yo me inclino hacia la segunda postura. Me parece que la ética debe venir de algún sitio y un enfoque naturalista de ella es el abordaje más prometedor. También es el abordaje utilizado por todos los filósofos grecorromanos y, en particular, por el estoicismo.

En las discusiones modernas sobre las raíces de la moralidad existen, hablando en términos generales, cuatro maneras de enfocar el tema, o lo que los filósofos denominan posturas «metaéticas»: se puede ser escéptico, racionalista, empirista o intuicionista. Si se es un escéptico en este contexto, básicamente se está diciendo que no hay manera de saber si los juicios éticos son correctos o no. Con frecuencia, los escépticos morales afirman que cuando la gente dice, por ejemplo, que «el asesinato es malo» está cometiendo un tipo especial de error (conocido como un error de categoría) mezclando cosas que no pertenecen a la misma categoría, como la afirmación de un hecho (se ha cometido un asesinato) y un juicio de valor (algo es malo). Está claro que los escépticos creen que el hueco entre el ser y el deber ser no se puede superar, y que en realidad los hechos no tienen nada que ver con los juicios de valor. No es necesario recalcar que los escépticos morales no son demasiado populares en las cenas.

El racionalismo es una postura general en la filosofía que sostiene que es posible llegar al conocimiento simplemente pensando sobre los temas, como lo opuesto a observar o experimentar. Aunque esto puede llevar al estereotipo del llamado filósofo de bar, no rían demasiado deprisa: los lógicos y los matemáticos producen continuamente conocimientos nuevos mediante métodos racionalistas, así que la cuestión radica en realidad en si la ética es algo parecido a las matemáticas o la lógica. Algunas personas lo creen así, mientras que otras no están de acuerdo.

Con frecuencia, al racionalismo se opone el empirismo, la afirmación de que en última instancia llegamos al conocimiento sobre la base de los datos empíricos, es decir, las observaciones y los experimentos. La ciencia es la disciplina empírica más importante, por supuesto, de manera que decir que se puede llegar al conocimiento ético mediante el empirismo es un intento de superar de alguna manera el hueco entre el ser y el deber ser por una vía con fundamento científico.

Finalmente, tenemos el intuicionismo, la proposición de que el conocimiento ético no requiere ningún tipo de inferencia, ya sea mediante la razón o la observación. En cambio, está incorporado en cierto modo en nuestro interior en forma de firmes intuiciones sobre lo que está bien y lo que está mal. ¿Cómo es posible? Bueno, por ejemplo, he mencionado que otros primates exhiben comportamientos protomorales, como ayudar a alguien que no es de la familia y que parece que está en peligro o angustiado. Es de suponer que los chimpancés bonobo no exhiben este comportamiento porque hayan leído tratados filosóficos sobre el bien y el mal. Sencillamente actúan de manera instintiva y lo más probable es que dicho instinto esté incorporado en su interior por la selección natural porque fortalece el comportamiento prosocial, que es crucial para la supervivencia de los grupos pequeños de primates. Porque compartimos un ancestro común reciente con los bonobos, y porque nuestros propios ancestros también vivían en grupos pequeños en los que el comportamiento prosocial era adaptativo, no resulta demasiado aventurado pensar que en realidad disponemos de un instinto moral y que lo hemos heredado de los primates que nos precedieron.

El enfoque estoico de la ética resulta interesante porque en realidad no se adapta a ninguna de estas cuatro categorías distintas. De hecho, la doctrina estoica se puede considerar como una combinación de intuicionismo, empirismo y racionalismo. Sin embargo, los estoicos en su mayor parte no eran escépticos. Los estoicos sostenían una teoría «desarrollista» de la preocupación ética, según la cual empezamos a vivir guiados solo por los instintos (no por la razón) y dichos instintos favorecen tanto la autoestima como la preocupación por las personas con las que interactuamos a diario, normalmente nuestros padres, hermanos y la familia más o menos extendida. Hasta este punto, actuamos esencialmente como intuicionistas puros, con las intuiciones éticas insertas en nuestra misma naturaleza como humanos.

Gradualmente se nos enseña a ampliar nuestras preocupaciones a medida que nos acercamos a la edad de la razón, en términos generales cuando llegamos a los seis u ocho años de edad.

En este punto empezamos a realizar distinciones claras entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, y a tener una idea más precisa del mundo y de nuestro lugar en él. A partir de este momento, nuestros instintos se fortalecen y a veces incluso se corrigen mediante una combinación de autorreflexión y experiencia, es decir, por procesos tanto racionalistas como empíricos. Los estoicos pensaban que, cuanto más maduramos psicológica e intelectualmente, el equilibrio debería alejarse de los instintos y dirigirse hacia el despliegue del razonamiento (informado empíricamente). Durante nuestra conversación, Epicteto me explicó que es «la naturaleza del animal racional que no pueda conseguir nada bueno por sí mismo, a menos que contribuya con algún servicio a la comunidad. Así que resulta que hacerlo todo para uno mismo no es antisocial». Esto nos lleva de vuelta a la naturaleza: Epicteto me estaba diciendo que el aspecto fundamental del ser humano es que somos sociales, no solo en el sentido de que nos gusta la compañía de los demás, sino en el sentido profundo de que en realidad no podríamos existir sin la ayuda de los demás; la implicación es que cuando hacemos cosas para el bien de la comunidad, en realidad (aunque quizá de manera indirecta) nos estamos beneficiando a nosotros mismos. Este es un análisis sorprendentemente perspicaz de la humanidad, que encaja muy bien con el descubrimiento, dieciséis siglos después de Epicteto, de que los seres humanos se desarrollaron en realidad como un tipo de primates sociales, compartiendo instintos prosociales adaptativos con nuestros primos en el árbol evolutivo.

Pero fue otro filósofo estoico del siglo II, Hierocles, quien posiblemente mejor sintetizó el pensamiento de la escuela sobre este tema en sus Elementos de ética, de los que, desgraciadamente, solo nos han llegado fragmentos. (Tampoco sabemos demasiado sobre el propio Hierocles, excepto que Aulo Gelio lo describió como un «hombre serio y santo».) Esto es lo que dice:

Cada uno de nosotros está circunscrito por muchos círculos. […] El primero y el más cercano es lo que cada uno describe sobre su propia mente como un centro. […] El segundo a partir de aquí y que se encuentra a mayor distancia del centro, aunque incluye el primer círculo, es aquel en el que se incluyen padres, hermanos, esposa e hijos. […] A continuación está el que contiene a la gente, después el que comprende a los de la misma tribu, después el que contiene a los ciudadanos. […] Pero el círculo exterior y más grande, y que comprende todos los demás círculos, es el de toda la raza humana. […] Es este conjunto el que lo empuja a actuar adecuadamente en cada una de estas conexiones para reunir, en cierto aspecto, los círculos, tal como son, en un centro, y siempre para emprender en serio la transferencia de uno mismo desde los círculos integradores a las numerosas particularidades que integran.

Al ser un estoico, y por tanto de tendencia práctica, Hierocles incluso llega a sugerir cómo comportarnos de un modo que nos ayude a interiorizar el concepto de que las personas que se encuentran en los diversos círculos son importantes para nosotros. Por ejemplo, aconseja a sus estudiantes que se refieran a los extraños como «hermano» o «hermana» o, si son mayores, como «tío» o «tía», como un recordatorio constante de que debemos tratar a las otras personas como si en realidad fueran nuestros parientes, porque la razón dicta que todos estamos juntos en el mismo barco, por decirlo así. Incluso en la actualidad, una variedad de culturas tiene costumbres similares, habiendo llegado independientemente a los conocimientos de Hierocles sobre la psicología humana.

Los estoicos perfeccionaron esta idea de desarrollo ético y la llamaron oikeiôsis, que con frecuencia se traduce como «familiarizarse con» o «apropiarse de» las preocupaciones de otras personas como si fueran las nuestras. Esto los condujo (y a los cínicos que fueron el precedente inmediato y ejercieron una gran influencia sobre ellos) a acuñar y usar una palabra que sigue siendo esencial en nuestro vocabulario moderno: cosmopolitismo, que significa literalmente «ser ciudadano del mundo». O como dijo Sócrates, sin lugar a dudas la influencia más importante en todas las escuelas de filosofía helenísticas: «Nunca […] respondas a quien [te] pregunte sobre [tu] país: “Soy ateniense” o “Soy corintio”, sino “Soy ciudadano del universo”»

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