Democracia deliberativa y participación ciudadana
Introducción
El canon deliberativo se presenta como el reverso del modelo de democracia vigente, de corte liberal. Se distingue de éste en cuanto concibe el ejercicio de la política no como una agregación de preferencias, sino como un intercambio razonado, que dirime los problemas a partir del consenso. Es decir, se trata de un cambio de paradigma que redefine la idea de poder, de sociedad civil y de participación ciudadana, y que ofrece una alternativa a la crisis de legitimidad del canon hegemónico. Sin embargo, la aplicación de sus preceptos supone conflictos a veces difíciles de resolver, por lo que algunos autores sostienen que es inviable el modelo. Lo que pretendo con el texto es exponer este debate, identificando aspectos relevantes para la realización de los preceptos deliberativos.
En primer lugar, presento la crisis del modelo democrático liberal, que es el punto de partida para la emergencia del canon deliberativo; considerando, además, la denominada paradoja democrática. A continuación hago un repaso de los presupuestos normativos del modelo de deliberación, así como de sus principales virtudes. Luego presento las críticas y limitaciones que se han formulado para la realización de su ideario. Finalmente concluyo, entre otras cosas, que la democracia deliberativa: i) representa un giro a la política tradicional, pues coloca a la razón y al diálogo por sobre la participación estratégica, el regateo y la coerción; ii) que aunque aplicarla supone dificultades —especialmente en lo que respecta a la escala, a la obtención del consenso y al control de la manipulación ideológica—, es completamente realizable en contextos de descentralización política; y iii) que su carácter educativo constituye su principal virtud, que la erige como una alternativa necesaria para contrarrestar la desafección y la apatía políticas.
Modelos de democracia en pugna
Ante la crisis de la democracia representativa y liberal, derivada fundamentalmente por la insatisfacción respecto a sus resultados —en términos de justicia social, eficacia gubernamental o inclusión política¬—, han emergido opciones que disputan su primacía. Se plantea reconceptualizar la democracia existente aplicando mecanismos de inclusión, lo que Santos (2004:39) califica como una respuesta contrahegemónica, que supone una redefinición de su significado cultural y de la gramática social vigente. En términos generales, se sostiene que es necesario “democratizar” este régimen, fortaleciendo sus componentes deliberativos y participativos: “Es posible construir un nuevo modelo democrático, basado en principios de extensión y generalización del ejercicio de derechos, apertura de espacios públicos con capacidades decisorias, participación política de los ciudadanos e inclusión de las diferencias” (Dagnino, et al, 2006:16). En este contexto, la democracia deliberativa constituye una respuesta a las insuficiencias del modelo liberal- representativo, al defender la resolución dialógica y sustantiva de los problemas sociales. “Frente a un modelo político basado en la agregación y satisfacción de preferencias, la democracia deliberativa defiende la necesidad de reforzar la legitimidad democrática de las decisiones colectivas —mediante la articulación institucional de una interacción pública de las preferencias individuales, que estimula el debate en torno a las concepciones del bien y la cristalización argumentativa del bien público” (Arias, 2007:38).
El desprestigio de los mecanismos democráticos tradicionales de representación y delegación de poder, está enraizado en su propia concepción de ciudadanía, sociedad civil y participación (Raventós, 2008; Dagnino, et al, 2006). El modelo hegemónico actual asume estas tres dimensiones con una visión minimalista, centrada en aspectos procedimentales de la democracia. Esto genera, por ejemplo, una reducción selectiva de la sociedad civil, privilegiando tipos específicos de organizaciones y excluyendo a otros actores, que quedan marginados de las decisiones públicas. “La sustitución del término sociedad civil por el de tercer sector, al lado del mercado y del estado, indica la nueva función y designa el intento de retirar a la sociedad civil su papel como constitutiva del terreno de la política” (Dagnino, et al, 2006:8). Como contrapartida, los mecanismos deliberativos procuran transformar el aparato institucional para reducir la exclusión y permitir incorporar los intereses dominados en la agenda. Esto es lo que Fleury (2004:75) califica como “un proceso simultáneo de transformación de la institucionalidad y construcción de identidades colectivas”. Así, los componentes deliberativos se relacionan con una concepción de la esfera pública que acoge los criterios de reconocimiento, participación y redistribución (Fraser, 1993). Una esfera pública que se diferencia de la actualmente existente, caracterizada, según Oxhorn (2003:144), “por el modo neopluralista de articulación de intereses (…) y por la brecha creciente entre la elite política y la población en general”.
Otro elemento que caracteriza el modelo liberal de democracia es que las decisiones en materia pública son tomadas bajo el ángulo de la gestión técnica y suponen una privatización de los temas urgentes (Dagnino, et al, 2006:9). En este sentido, la coexistencia del neoliberalismo con la democracia ha implicado, entre otras cosas, la atomización estatal y su creciente desvinculación de los temas sociales sensibles. Esto ha llevado a que un sector de la academia tome distancia de las concepciones restringidas de la democracia y busque alternativas al modelo vigente. Por lo mismo, como sostiene Raventós (2008), una parte importante de la producción académica actual, especialmente en el Sur, se orienta a investigar el “impacto de la participación ciudadana sobre el logro de metas sustantivas en la distribución del poder y los bienes sociales y económicos, a través de movimientos sociales y organizaciones ciudadanas” (Raventós, 2008:16).
Un aspecto adicional a la emergencia del modelo deliberativo es la denominada paradoja democrática. Aunque Dalton (2002) la circunscribe a las democracias en países desarrollados, es perfectamente comprensible en otros contextos. La paradoja consiste en que a pesar de los avances en cuanto a movilización cognitiva o desarrollo tecnológico, la desafección democrática se mantiene o se profundiza. Es decir, que la presunción que ciudadanos más sofisticados políticamente y dotados de mayores recursos informativos, tendrían una participación más activa en la vida pública, no se justifica en la práctica, al menos en el contexto de la democracia liberal representativa. Esto pone en tela de juicio la correspondencia entre los criterios normativos y la práctica política. Además, describe un contexto de cambio de valores que pone en entredicho el sistema. Como señala Font (2004:26): “Nos encontraríamos ante una crisis generada por cambios en los ciudadanos y en la política, y que supone ante todo nuevos retos y oportunidades, que deben y pueden ser superados con una mayor implicación de la ciudadanía”.
Una de las características de este nuevo escenario político es la desigual distribución de recursos y movilización cognitiva; de esto se deriva uno de los problemas más frecuentemente citados tanto por teóricos como por practicantes de la participación: que la intensidad de ésta va a ser también muy desigual, con grupos de personas muy activas, frente a la absoluta pasividad de otros sectores. “Las desigualdades sociales y la experiencia se traducen en desigualdades políticas, con lo que se produce una participación concentrada en sectores muy reducidos, de modo que nos encontraremos con la realidad descrita por tantos cargos políticos locales: “los que participan son poco representativos, son siempre los mismos”” (Font, 2004:27). Sin embargo, el mismo autor afirma que puede hacerse una lectura positiva de esta crisis, en el entendido que las propias debilidades del sistema se conviertan en oportunidades para renovar los mecanismos de articulación política. Y es precisamente en este contexto que el modelo deliberativo adquiere resonancia.
Presupuestos y virtudes de la deliberación
El principal fundamento de la democracia deliberativa es que la razón y el diálogo han de primar por sobre el poder. De este modo se descarta el principio de mayoría —como simple agregación de intereses— como legitimador del proceso democrático. En contraposición, el modelo sostiene que las decisiones públicas han de ser tomadas a través del libre razonamiento entre ciudadanos iguales. Como señala Arias (2007:38): “Ni el voto, ni la agregación de intereses, ni el autogobierno constituyen la esencia de la democracia, sino la deliberación misma como procedimiento de decisión. La racionalidad dialógica se sitúa así en el centro de la política, sustituyendo al nudo conflicto de valores e intereses: el contexto institucional deliberativo estaría llamado entonces transformar la naturaleza misma de la política”. Es decir, el modelo deliberativo supone un giro a la concepción política tradicional —lo que Pérez (2008) define como un cambio epistémico—. Esto porque el ciudadano adquiere aquí un protagonismo mayor sobre el hecho público: es él quien delibera sobre el bien común, a partir de sus propias experiencias y puntos de vista, confrontados con los del resto, en un marco de respeto mutuo y disposición para con el consenso.
Este modelo supera dos presunciones de la democracia representativa, como indica Máiz (2006): i) la tesis de las preferencias como dadas de antemano al proceso político; y ii) la tesis de que las preferencias relevantes para la decisión política sean las preferencias expresadas. Es decir, la política no ha de ser un lugar donde los puntos de vista sean prefijados y se mantengan estables, sin posibilidad de ser revisados o cambiados, si fuese necesario. Las preferencias en el modelo deliberativo se construyen en el proceso dialógico y no son producto de la mera exposición de puntos de vista dados a la mayoría, ni tampoco de la negociación estratégica entre los actores, sino que son resultado de la discusión que fortalece o transforma los argumentos. Comparada con ésta, la democracia representativa resulta insuficiente y simplificadora, en tanto reduce opiniones y argumentos en aras de procesarlos mediante agregación. “De este modo, la democracia deliberativa se enfrenta normativamente tanto al modelo individualista utilitarista del liberalismo —cada uno es el mejor juez de sus propios intereses y el objetivo por excelencia de la política es la maximización personal de utilidades— cuanto al comunitarista: no hay preferencias colectivas (de grupo, nación, etc.) dadas de antemano que el Estado deba proteger o “reconocer”” (Máiz, 2006:33).
En otras palabras, en este modelo cuando el ciudadano participa del proceso democrático, no lo hace para satisfacer preferencias fijas y predeterminadas, sino que lo hace con el propósito de encontrar la mejor solución a un problema. “Para ello no basan su voto en la satisfacción de sus preferencias, sino en juicios reflexivos sobre la política más adecuada. Dicho de otra manera: el voto no expresa preferencias, expresa juicios. De ahí el giro epistémico de la democracia deliberativa. Incluso Henry Richardson va más allá y afirma explícitamente que parte de las categorías de intenciones y voluntad, frente a las de preferencias o creencias en su teoría de la democracia deliberativa (Richardson 1997, p. 350)” (Pérez, 2008:162). El canon agregativo liberal concede poca importancia al proceso de formación de preferencias individuales, al considerarlo externo al proceso político; esto en consonancia con una idea pluralista o elitista de la democracia. Como contrapartida, el modelo deliberativo pone el énfasis en la formación individual de preferencias, haciendo que “el lenguaje de los intereses se transforme en lenguaje de los argumentos públicos” (Arias: 2007:45). En este sentido y siguiendo a Habermas, el proceso de formación democrática de la opinión y la voluntad común, en la concepción liberal, “tiene lugar en forma de compromisos entre intereses. Conforme a la concepción republicana, en cambio, la formación democrática de la voluntad común se efectúa en forma de una autocomprensión ética; conforme a este modelo, la deliberación, en lo que a su contenido se refiere, puede apoyarse en un consenso de fondo entre los ciudadanos que se basa en la común pertenencia a una misma cultura y que se renueva en los rituales en que se hace memoria de algo así como de un acto de fundación republicana” (Habermas, 1999:240).
La democracia deliberativa recrea, entonces, el esquema republicano y helenístico, que concibe al ciudadano en tanto sujeto actor de la esfera pública. Siguiendo a Arendt (1996), la participación en este terreno hace que el ciudadano adquiera identidad y sea visible para los demás. De este modo, la acción política es un valor en sí mismo, que implica el ejercicio de la virtud cívica y el desarrollo de la vida buena. Por ello, la resolución dialógica de los asuntos de dominio público constituye el modo tanto para expresar la individualidad, como para reconocernos los unos a los otros. De ahí la defensa que hace, por ejemplo, Benhabib (1996, citada en Pérez, 2009:156), que valida este modelo como un medio para superar al ciudadano apático, y convertirlo en uno más razonable y comprometido.
Para la realización de este ideal priman tres componentes en el proceso deliberativo, a saber, la libertad, la igualdad y la imparcialidad: los ciudadanos no están sujetos a presiones o a valores comprehensivos, ajenos a la cultura política de la deliberación. Los ciudadanos son, además, iguales entre sí, pues todos poseen la misma capacidad de influencia sobre el proceso. Este último se caracteriza, también, por ser imparcial, en tanto procura la representación completa de intereses y preferencias, sin privilegiar unos por sobre otros, en el entendido que la inclusión incrementa la calidad del debate y asegura, con ello, el obtener la mejor respuesta a un problema. “Al quedar excluido todo ingrediente de coerción, la deliberación es razonada, en el sentido de que se guía sólo por argumentos racionales que se ofrecen en defensa o en crítica de las distintas propuestas. En palabras de Habermas, en la deliberación ideal gana el mejor argumento que es el que recoge el asentimiento de todos. Con ello llegamos a un último elemento de la deliberación ideal, y es que tiene como meta el logro del consenso (Habermas 1975, p. 131, cfr. Habermas 1985, p. 158). Las razones esgrimidas deben poder convencer a todos, y ganará aquella propuesta que lo consiga”. (Pérez, 2008:159)
Este ideal supone, además, una concepción individualista de la democracia. Lo que debe entenderse no como algo negativo, que se opone a la idea de comunidad, sino que de este modo: que el determinante del proceso deliberativo es el sujeto, no los grupos. El canon pluralista de la democracia liberal propugna, en el mejor de los casos, una equitativa representación de intereses. Sin embargo, la práctica demuestra desequilibrios y la instauración de discursos hegemónicos, maximizando los beneficios de grupos o facciones. Por ello, el modelo deliberativo descarta la dominación por elites y la preeminencia de intereses de grupos o de jerarquías entre los participantes, propiciando el que grupos que tradicionalmente han sido ignorados o descartados, formen parte del debate en igualdad de condiciones: “La concepción deliberativa de la democracia es una postura contraria al elitismo porque rechaza el criterio según el cual alguna persona o grupo de personas se encuentran capacitadas para decidir imparcialmente en nombre de todos los demás. (…) Según el principio que aquí se asume, es valioso y deseable que la ciudadanía delibere, a los fines de decidir adecuadamente los rumbos principales de la política. En este caso, la intervención permanente de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones es vista como una condición necesaria del sistema democrático”. (Gargarella, 2001:1)
Otra característica de este modelo es su carácter educativo. Participar en el foro público significa incrementar las habilidades de raciocinio, así como desarrollar la capacidad de escucha de argumentos diferentes del propio. Esto constituye un ejercicio de convivencia, de empatía y de comprensión, que supone aceptar la legitimidad del otro y, por ende, reconocer la diferencia. Sin embargo, como argumenta Gargarella (2001:3), “sostener que la deliberación favorece este tipo de resultados no implica decir que los produce necesariamente, ni de forma exclusiva”.
Resumiendo lo anterior y siguiendo a Cohen (2007), el modelo deliberativo de democracia presupone tres elementos:
i) Que los ciudadanos comparten el compromiso de coordinar sus actividades dentro de instituciones que hacen posible la deliberación, y que estas instituciones son legítimas en la medida en que el proceso cumple con las condiciones de libertad e igualdad: “Los participantes se consideran atados únicamente a los resultados de su deliberación y a las precondiciones de dicha deliberación. Su consideración de las propuestas no está constreñida por la autoridad de normas o requerimientos previos. (…) Los participantes suponen que pueden actuar de acuerdo con los resultados, puesto que toman el hecho de que se haya llegado a una decisión concreta a través de su deliberación como una razón suficiente de acuerdo con ella” (Cohen, 2007:133).
ii) Que los ciudadanos poseen diversidad de opiniones y preferencias, pero que eso no impide que puede lograrse un consenso. Lo que prima no es el poder, sino la calidad de las propuestas. Esto se sustenta en la idea de igualdad de los ciudadanos ante el proceso deliberativo: la distribución de poder y recursos no definen las oportunidades de participación o decisión; es decir, todos gozan de igual capacidad para determinar la agenda, para proponer soluciones o para apoyar o criticar alguna propuesta.
iii) Que el propósito final de la deliberación es lograr el consenso “racionalmente motivado”, lo que a juicio de Cohen puede no ser siempre una realidad en la práctica: “Incluso bajo condiciones ideales no hay garantía de que las razones consensuales acaben por llegar. Si no llegan, entonces la deliberación concluye con la votación, sujeta a alguna forma de la regla de las mayorías. Esto no elimina, sin embargo, la distinción entre las formas deliberativas de decisión colectiva y las formas que agregan preferencias no deliberativas” (Cohen, 2007:134).
Respecto a la implementación del ideal deliberativo, éste supone derivar el poder hacia lo local (o regional), aplicando el principio de subsidiariedad, que sostiene que el gobierno ha de estar lo más cerca de la ciudadanía (Máiz, 2006:35). Implica, también, la concepción de mecanismos reales para la toma de decisiones, que estén en sintonía con el modelo normativo de deliberación —que a la postre, es el que otorga legitimidad al proceso y a los resultados—. Las apuestas van desde la extensión del procedimiento al conjunto de la ciudadanía, como en los casos de Barber (2000) o de Fung y Wright (2001) —a través de mecanismos descentralizadores—, hasta la implementación de encuestas deliberativas, en el caso de Fishkin. Como destaca Máiz (2006: 34-35) ha habido un proceso de transición de algunas experiencias participativas que han derivado hacia la deliberativo, especialmente a nivel de gobierno local. La más conocida de éstas es el Presupuesto Participativo (PP) (Goldfrank, 2006¸ Baoicchi, 2005), que adquiere mayor contenido de deliberación en el llamado modelo brasileño o de la nueva izquierda, que se opone al modelo de corte liberal-consultivo (Montecinos, 2009). En palabras de Baoicchi (2005) el PP representa una “escuela de la democracia”, en tanto encarna aspectos esenciales del modelo deliberativo, como su carácter pedagógico. En términos generales, el PP se define como un mecanismo de cogestión, en el que los ciudadanos pueden contribuir en la toma de decisiones del presupuesto gubernamental. Para Avritzer (2003), el PP es un medio de reequilbrar la democracia, basado en cuatro elementos que reinterpretan las relaciones de poder y que dan legitimidad al proceso deliberativo: “i) (…) cesión de la soberanía por aquellos que la detentan como resultado de un proceso representativo local; ii) reintroducción de elementos de participación local y de delegación; iii) principio de autorregulación soberana; y iv) reversión de las prioridades de distribución de los recursos públicos a nivel local” Avritzer (2003:14-15).
Críticas y limitaciones del modelo deliberativo
El debate público como procedimiento democrático no necesariamente representa un modelo libre amenazas, como sostiene Przeworski (2001), porque puede verse alterado por condiciones que lo vuelvan inviable. Por ejemplo, el acceso desigual a la información o las diferentes capacidades de raciocinio pueden ser impedimentos para el ejercicio exitoso de la deliberación. Pero sobre todo la preponderancia de la ideología puede generar resultados impropios, haciendo que la gente sostenga creencias que no necesariamente comparte, al dejarse llevar por la dominación ideológica (en el sentido gramsiano): “Si las seudopreferencias y las seudoidentidades no constituyen fenómenos inusuales en las democracias, entonces la deliberación tiene a veces resultados normativamente desagradables: puede permitir que las políticas se rijan por intereses creados que manipulan las ideas de los ciudadanos comunes acerca de lo que quieren que haga el gobierno. Puede reemplazar las preferencias reales de los ciudadanos por preferencias que los políticos, embaucados por grupos de presión y por la prensa, les atribuyen equivocadamente. Y puede introducir en los ciudadanos identidades que de otro modo probablemente no sostendrían y que, según cualquier patrón de sentido común, no coinciden con sus intereses” (Przeworski, 2001:177). El autor sostiene que quienes proponen la deliberación muchas veces descuidan un aspecto clave, a saber, que las discusiones públicas no tienen que ver con fines, sino con medios. Por ello, se pregunta de qué forma son inducidas las creencias y cuáles creencias son las que prevalecen: las referidas a la relación entre políticas y resultados, o las de eficacia política.
En una dirección similar, Stokes (2001) cuestiona la tesis que la deliberación mejora por sí misma la calidad de las decisiones colectivas. La autora sostiene que hay “contextos comunicativos en los cuales la deliberación produce resultados que son perversos desde la perspectiva de la teoría democrática” (Stokes, 2001:161). Los ciudadanos, lejos de estar libres de manipulación ideológica, muchas veces construyen sus preferencias a partir de las propuestas políticas, que se anticipan o que calculan la generación de efectos sobre ellas. Así, reconoce que la “comunicación pública que incide en esas creencias causales es tan importante como la deliberación acerca de cuestiones normativas, y quizá más proclive a la manipulación” (Stokes, 2001:162).
En este mismo contexto, autoras como Sanders y Young, argumentan que el modelo deliberativo sigue reproduciendo las diferencias impuestas en la sociedad, haciendo que grupos históricamente marginados no puedan defender, adecuadamente, sus intereses en el foro público. “Para ellas, la deliberación racional supone la imposición de un tipo de comunicación propia de un grupo particular, el varón de raza blanca y pudiente, sobre otros, como las mujeres, inmigrantes, homosexuales o discapacitados (Young 2001, p. 685)” (Pérez, 2008:166). Como contrapartida, la respuesta que dan los defensores de la deliberación es que el modelo garantiza apertura y riqueza informativa, y que asegura condiciones de igualdad comunicativa, que no se dan en el modelo de agregación de intereses.
Las condiciones para la realización del debate suponen también dificultades. Es evidente que no toda la ciudadanía cuenta con recursos cognitivos y materiales iguales o equiparables. Esto implica que unos tienen ventajas sobre otros, en términos de capacidades, tiempo o manejo de información, elementos que suponen restricciones para el diseño institucional deliberativo. Además, el pluralismo moral y las diferencias cognitivas representan obstáculos para llegar al consenso, más aún cuando los ciudadanos tratan de deliberar sobre lo que es bueno, con criterios independientes de justicia. Como sostiene Bohman (2001:1): “La democracia deliberativa impone enormes demandas tanto a los ciudadanos ordinarios como a las instituciones políticas. Por esta razón, muchos de sus críticos sostienen que la democracia deliberativa es un ideal imposible de realizar bajo cualquier circunstancia; de hecho, es un ideal que acentúa las debilidades de la democracia comúnmente mencionadas. Estas críticas hacen énfasis en aquellas teorías de la democracia deliberativa que dejan de considerar hechos sociales relevantes, tales como el pluralismo, la desigualdad y la complejidad”. No obstante, el propio autor expone contraargumentos a dichos comentarios, sosteniendo que son estos mismos elementos los que impulsan la creación de nuevas instituciones que propicien la deliberación pública, siendo muchas veces los propios movimientos sociales los que luchan por ellas.
En cuanto a la aplicación de las propuestas, hay dos críticas frecuentes: el problema de la escala y el uso de la regla de mayoría cuando el consenso no se logra. Respecto del primero, la amplitud de la población constituye un conflicto evidente para aplicar los procesos deliberativos. Su implementación en ciudades con millones de habitantes es inviable en términos de espacio y tiempo. Por lo mismo, el presupuesto de mayor participación para asegurar riqueza informativa es irrealizable en la práctica. Ante esta limitación, autores como Gutmann y Thompson (1996), apelarán al desarrollo de contextos deliberativos razonables y limitados, que permitan asegurar tanto el proceso, como la representación de los diferentes puntos de vista existentes (Richardson, 2002:199). El propio Habermas (1998), frente a esta disyuntiva, concibe este espacio como una caja de resonancia de los intereses y problemas que afectan a la sociedad, de tal modo que una instancia resolutiva superior, como puede ser el Parlamento, decida sobre los temas de interés ciudadano. En ambos casos, la deliberación reproduce el modelo de ágora ateniense, limitado a un número reducido de personas capaces de tomar decisiones.
Al otro lado de esta propuesta, autores como Barber, Nino o Fung, apelan a masificar el proceso, a través de mecanismos de descentralización política: “Que los ciudadanos puedan tomar parte en la misma por ejemplo en asambleas vecinales como ocurre en Porto Alegre o como propone Barber en la democracia fuerte. La participación directa no pasa por erigir un ágora gigante, sino por el recurso a un mosaico de asambleas participativas coordinadas desde arriba por un sistema central. (Pérez, 2008:165). Como ejemplo exitoso de esta masificación “descentralizada”, se presentan las experiencias de Presupuestos Participativos en Porto Alegre, Brasil. Efectivamente, la aplicación del mecanismo se ha mantenido y consolidado, especialmente a partir de los 90, y los estudios demuestran que ha habido importantes avances en términos de empoderamiento ciudadano, incremento de la transparencia y accountability, reducción del clientelismo y representación de los tradicionalmente excluidos (Baiocchi, 2005; Santos, 2004). Sin embargo, el mecanismo no ha podido replicarse exitosamente en contextos diferentes (Goldfrank, 2006). Ello presupone que además de las condiciones previas y de diseño institucional, hay otros factores que deciden el éxito o fracaso de la implementación del modelo. Factores como la historia o la cultura sociopolítica podrían determinar estas variantes que se producen, incluso, entre regiones en un mismo país. Según Goldfrank (2006), este problema constituye uno de los núcleos recientes de investigación comparada. Sin embargo, las diferencias de resultado según contexto, no restan valor al PP como mecanismo de resolución política.
Independiente de la cantidad de participantes del proceso deliberativo, el consenso no es siempre factible. Por ello, la aplicación del voto y de la regla de mayoría supone un recurso necesario. Aunque para Barber (2004) esto represente la derrota de la democracia, la mayoría de los autores abogan por incorporarla como un elemento para zanjar decisiones. No obstante, se postula que este recurso ha de ser usado considerando siempre dos criterios: i) que los argumentos a dirimir reflejen el debate y no los intereses particulares; y ii) que el procedimiento resguarde los presupuestos de libertad, igualdad e imparcialidad de la deliberación. Sin estas salvedades, las decisiones serían ilegítimas: recordemos que el número de votos, por sí mismos, no hacen más correcto el resultado, sino que es el procedimiento dialógico para llegar a ellos el que los legitima.
Relacionado con esto, un último aspecto conflictivo de la deliberación es cómo la minoría puede convencerse de aceptar la decisión mayoritaria. Si el consenso no se produjo y operó la regla del voto, y una minoría asume el argumento ganador como erróneo, es válido sostener que el procedimiento es inadecuado y que la subordinación es impropia. La alternativa en este caso es diferenciar entre corrección y legitimidad: “La idea principal del procedimentalismo epistémico consiste en que una decisión puede ser legítima sin ser correcta. Es decir, cada cual apoyará en el debate público la decisión que crea correcta, y si al final vence una decisión que no ha apoyado, no por ello debe pasar a verla correcta. Puede seguir considerándola errónea, pero la acata al reconocer su legitimidad. Las personas ven legítimas decisiones mayoritarias y las respetan aunque no las crean adecuadas. De esta manera el juicio de los individuos no se somete al procedimiento” (Pérez, 2008:170).
Conclusiones
La democracia deliberativa se opone, radicalmente, al canon hegemónico: su ideal de participación ciudadana se basa en el intercambio de razones y en la resolución a través del consenso. El componente dialógico reemplaza a la participación estratégica, a la coerción o al regateo. Por ello, los resultados responden no a la imposición de preferencias de unos sobre otros, sino a la voluntad general expresada como el “mejor argumento”. Esto conlleva un cambio en el ejercicio de la política, en la comprensión de la sociedad civil y en la definición de ciudadano. Así, la identidad del sujeto se construye en la acción política, en donde la lógica de la representación pierde fuerza, ya que es el ciudadano el que toma el protagonismo de las acciones y de la resolución de los temas de dominio público.
En este contexto, se destacan cinco virtudes del ejercicio democrático deliberativo: a) que potencia el intercambio de información y lo incrementa, haciendo que la toma de decisiones se haga con un mayor conocimiento disponible; b) que permite la expresión libre de intereses y preferencias de los individuos; c) que posibilita a los ciudadanos sopesar y contrastar sus propias ideas respecto del mundo; d) que genera una base más imparcial de decisión, al privilegiar la racionalidad dialógica por sobre el peso determinante de las facciones y de los grupos de interés; y e) por lo anterior, se dificulta la manipulación de los contenidos.
Sin embargo, la realización de este modelo exige condiciones que no son simples de resolver en la práctica. Este cambio de paradigma supone redefinir la idea de poder y de representación, lo que implicaría, como señala Santos (2005) la elaboración de un nuevo Contratro Social, distinto al de la modernidad. Este antagonismo coloca, entonces, barreras políticas a su generalización. Otras condiciones que según algunos autores vuelven inviable el modelo: i) la existencia de desigualdades de movilización cognitiva y de recursos materiales, que hacen que unos tengan más ventajas que otros al momento de deliberar; esto implica, además, una crítica a la posibilidad de encontrar el mejor argumento, dado que habrían propuestas mejor respaldadas; ii) que la aplicación masiva de los mecanismos es irrealizable por cuestiones de tiempo y espacio; y iii) que la manipulación del proceso deliberativo es un hecho posible.
No obstante, a pesar de las dificultades, sostengo la factibilidad de la democracia deliberativa, considerando un criterio más pragmático y menos ingenuo de aplicación: es decir, considero que no debe formularse como un canon antagónico e incompatible con la democracia liberal, sino como un mecanismo complementario que puede acrecentar en el tiempo su ámbito de acción. Indudablemente supone una crítica a los cimientos del modelo vigente. Pero su aplicación ha de ser gradual y en la práctica ha de ir construyendo su ideario. Considerando experiencias como las de PP en Porto Alegre, es razonable sostener que la deliberación es factible: incluso puede ser masiva, pero debe fundarse en contextos de descentralización política y ha de ejecutarse a nivel local, en donde ha tenido éxito. Las pretensiones de extenderla a otros ámbitos, sean regionales o nacionales, deben ir de la mano con una transformación de la cultura política, que reconozca la legitimidad del modelo.
Frente a la crisis de la democracia representativa- liberal, la deliberación constituye un mecanismo de salida y de reencantamiento ciudadano, especialmente por su carácter educativo. Tal vez esa es su principal virtud: situar al sujeto nuevamente en el centro de la actividad política, entregándole no sólo la alternativa de contribuir al debate, sino también la posibilidad de formar sus capacidades cognitivas y cultivar principios como la tolerancia o la libertad. El escenario de insatisfacción respecto del canon vigente e incluso la paradoja democrática representan, ante todo, oportunidades para renovar los mecanismos de articulación política. Por ende, lejos de interpretarse como limitaciones o impedimentos para la viabilidad del modelo, las características de este contexto son la base para redefinir la racionalidad política.
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