En el frontón del oráculo de Delfos había un epigrama que rezaba: gnóthiseautón, ‘conócete a ti mismo’. Esta imperativa sentencia recorre la historia de nuestra civilización desde la Antigüedad hasta nuestros días. Sócrates la utilizaba como una máxima. Píndaro, con su “llega a ser quién eres”, se anticipa al subtítulo de Nietzsche (“cómo se llega a ser lo que se es”) en Ecce homo. Y así hasta hoy, en que el apotegma parece coronar cualquier propósito propio del llamado autoconocimiento y es premisa de objetivo e intervención para cualquier coach que se precie. Pero ¿por qué ese imperativo? ¿Acaso no nos conocemos ya? ¿O existe algo así como un inmaculado y exento de los demás “yo mismo”?
En lo radical no somos, pese a la creencia popular, un aguacate del que hay que ir extrayendo pulpa, como un Indiana Jones del autoconocimiento, para llegar al hueso, ese centro duro, prístino e indivisible del yo. Somos más bien como una cebolla, a la que si se le extraen las diversas capas, además de lloriquear, se llega a la aterradora conclusión de que tras la última no hay nada, no queda cebolla. Somos lo que recogemos mientras nos buscamos, un imán hecho de los fragmentos que atrae. “Un animal no fijado”, decía Nietzsche de nosotros, pura potencialidad dinámica y plástica, campo de posibilidades que se va construyendo y descubriendo a medida que uno se vuelca en eso de la existencia.
POR ESO QUIZÁ EL ASTUTO DE SÓCRATES COMPLEMENTABA EL “CONÓCETE A TI MISMO” (PARA PODER DIALOGAR CON ALGUIEN) con el “solo sé que no sé nada”. Es decir, solo sé que no voy a quedarme fijado en nada, porque si lo hago dejo de existir, pierdo la posibilidad de devenir yo mismo. Sí es cierto que ese devenir que debe ser objeto de conocimiento se ve limitado, sometido y hasta aplastado en su deseo por las restricciones propias y colectivas –a esto Freud lo llamaba el malestar de la cultura– que nos imponen una vida en común regulada, reglada y organizada moralmente; un formar parte de un colectivo civilizado que se establece como tal en el momento en el que se funda el interdicto, la prohibición, el “no” por más que lo quieras. Pero hasta en la resistencia a esta coartación uno es uno mismo.
Un sujeto que por no conocerse no se sabe gobernar es un sujeto que no puede asociarse, incapaz de entenderse con los demás, imposibilitado para la responsabilidad y para devenir ciudadano. Por eso el “conócete a ti mismo” es un principio ético; detecta tus inclinaciones, tus miedos y debilidades, tus fortalezas y tus capacidades para entregarte a lo colectivo con lo mejor que le puedas aportar. En sociedades parlamentarias, dialógicas, polémicas y obligadas a negociar el acuerdo, el que uno mismo sepa si está capacitado para pactar (entender, mejorar y cumplir lo acordado) resulta capital. Ese sé lo mejor de ti mismo al conocerte para volcarlo en lo colectivo era lo capital que encerraba la sapiencia máxima. Cuando hoy la sentencia se repite fundamentalmente por parte de los profesionales hacedores del “yo mismo” de uno, subyace otra intención; el “crea un tú mismo”, construye tu propia marca personalaunque para ello olvides quién eres. En un mundo en que la competición devora la cooperación como forma de relacionarnos, la sobreexposición global condiciona lo que en verdad somos y nuestra forma de ser lo que somos se encuentra sometida al modelo empresarial. El marcar unos rasgos distintivos, el crear una seña de identidad visible y diferenciada parece ser el objetivo primordial de toda existencia humana.
“Conócete a ti mismo” deviene en “diferénciate de los demás” para sacar tajada. Destaca, sé el rey de la fiesta, la máquina infalible que más likes genera por minuto. Tu producto, es decir, tú, debe brillar a todas horas, ser irresistible, aunque ese que luce no seas tú. El giro en torno al gnóthi seautón es inquietante. Del saca lo mejor de ti para volcarlo en los demás al saca lo que más te conviene de los demás para aprovecharte tú de ello. Si Borges hubiera escrito su cuento ahora, posiblemente después de conocerse hubiera entrado en el Instagram del hombre que tararea la tonada a su lado y hubiera descubierto que ese sí mismo al que acaba de conocer no es él mismo. Borgiana manera de devenir un desconocido para uno mismo.
“Somos como una cebolla, a la que, si se le extraen las capas, vemos que tras la última no hay nada. No queda cebolla”
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